Llegué muy temprano al aeropuerto. Modorra, incluso medio dormida, arrastré los pies por los ya familiares pasillos de SEATAC. Recogí mi equipaje y me dispuse a encontrar el almacén. ¡Sí hay, bendito! Y re barato, manitos. Qué bueno, la verdad no hubiera querido subir mi maletón Corona (ah no, es ees paletón) hasta el segundo piso, donde está mi cuarto. Estoy compartiendo la “casa” con otras cinco personas, que aún no he tenido el placer de conocer. Espero que no sean japonesas, esas son re pudorosas.
A las 7:30 ya estaba yo caminando muy tranquila por el muelle. Al bajarme en la estación del metro, descubrí que me encontraba frente al Museo de Arte (que por desgracia no conoceré, porque cierran los lunes). Por alguna razón, seguí caminando calle abajo, hasta que vislumbré el agua.
Estaba sola, con frío, hambrienta y cansada... y todo eso se me borró cuando me detuve a mirar el vaivén de los barcos y escuchar a las gaviotas. Es chistoso que aquí no se escuchen gorriones o cuervos como en Fairbanks. Aquí predominan las gaviotas. Sí hay uno que otro cuervito, pero no tantos realmente.
Seattle es maravillosa. Una ciudad de arquitectura impresionante, de ingeniería perfecta. Está trazada con precisión. En dirección al agua, son calles. Paralelas al muelle, avenidas. Noté de inmediato que Seattle está súper limpia. Ni una colilla de cigarro en el suelo. Sí, hay quien las tira, pero también hay quien rapidísimo las levanta.
Paréntesis: estoy acostada en mi litera y por la ventana me llegan los sonidos de la calle. Un percusionista está haciendo sonar unos botes, botellas, hasta un poste, creo. Tiene muy buen ritmo, tal vez baje a darle una moneda.
Ya que me había comprado un café y un pan, me dispuse a buscar alojamiento. Había pensado inicialmente en un hostal diferente al que estoy ahorita. Pero me pareció que estaba muy lejos, así que revisé mi lista y el Green Tortoise Hostel resultaba estar JUSTO en lo mero bueno. Frente a Pike Place Market, en Pike y la Segunda, todo queda cerca. Cuando entré, de inmediato me gustó. Limpio, agradable, bonito, lleno de vecinos guapetones (ya dije, soy fiel, pero eso no me impide echarme un taco de eye).
De momento no había espacio, pero a las 11 desocupaban, así que decidí quitarme los pantalones... esperen, eso ya lo escribí. Bueno, pues quitarme los calcetines fue un error. Las botas me nadaban, así que decidí salir a la cacería de tenis, porque los míos los dejé en el equipaje (nomás cargué con una muda de chones y playera). Salí, crucé la avenida hacia el mercado y puse mi termo de café en el mismo buzón/dispensador de periódicos (no recuerdo qué era) que una punketa, que me dijo “riiiiiight!!”. Las dos prendimos cigarro al mismo tiempo y bolas, periquito, que nos ponemos a platicar.
Me ayudó mucho. Me dio direcciones, me dijo dónde estaba la tienda Ross (oh yeah, bueno bonito y barato Ross) y me dijo dónde trabajaba por si quería darme una vuelta al rato. Me cayó bien Rachel. La verdad es que la gente por aquí es bien amable.
Así que con todo el dolor de mis piecitos, me dirigí a Ross. Pero toma, que estaba cerrado. Abrían a las 11 y apenas eran las 10 menos cuarto. En contraesquina divisé una farmacia. Me atravesé, compré saldo pa’l celular e hice las llamadas de rigor (mamá, papá, jorge, ka). Resultó que mi papá andaba en nAcapulco con mi abuela, en ocasión de su cumpleaños, le llamé al cel y hasta con Abuela Pera platiqué.
Ya con zapato teni en los pies, fui a buscar una Orcard, que es el boleto universal del transporte en Seattle. Regresé al hostal y me instalé en mi litera. Luego busqué el monorail y me le trepé. Oh no, la Orcard no funciona en el monorail, pero mñe, pagué los $4.00 usd del viaje redondo.
Desde antes de llegar al Seattle Center, desde el monorail se pueden ver hartas cosas, y luego en una curva, se asoma la Space Needle a saludar... continuará.
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