Corría el año de 1994, cuando como cada mañana salía a sentarme a la banquita fuera de mi casa, con mi inmaculado uniforme del colegio María Montessori, a esperar a que el papá de Megumi llegara por nosotras.
Megumi sigue siendo mi vecina, pero por esos años además de ser las mejores amigas, íbamos a la misma secundaria. Tonz su padre ruletero nos llevaba y nos traía.
En fin que en una de esas mañanas, con la modorra que me caracteriza a esa hora, esperaba impacientemente, cuando frente a mí pasó una visión maravillosa: caminando con ese pasito típico de galán, pantalones de payaso... digo, de gimnasio, lo que explicaba o más bien justificaba con un DELICIOSO cuerpo tonificado de ancha espalda y anchos brazos, con su mochila al hombro, su cabello a la Brandon Walsh perfectamente engominado y lustroso y esos ojos... ay mamá, esos profundos ojos... frente a mí pasaba por primera, pero no única vez, al que nombraríamos para la posteridad "El Chueco".
¿Y por qué el Chueco? Bueno, antes de que siga con el relato les contaré. El Chueco, que después me enteraría que se llama Arturo, es hermano de una güera desabrida de la generación de mi hermana, quien al patinar lo hacía con mucho caché y pero no le salía la patinadita y parecía Cuasimodo al caminar, así que mi hermana & co. la bautizaron como La Chueca.
Hence, El Chueco.
En fin que El Chueco caminaba frente a mí y yo embelezada, con la cara más estúpida que me puedo imaginar, porque cuando se dio cuenta que lo miraba, él sonrió encantadoramente. Y bueno, yo creo que sonrió para evitar soltar la carcajada, si no ¿por qué más pudo haberme sonreido? (La naca de mí aún no entraba en la onda de arreglarse para gustarle a los niiiiiñosssss... ni novio tenía, tonz dudo mucho que me haya sonreido por coqueto.)
Por supuesto, yo no le sonreí de vuelta. Sólo me dio risa nerviosa y volteé para otro lado. Y cada mañana, de lunes a viernes, era lo mismo. Él caminaba desde su casa en Cólica, con dirección al metro. Pasaba frente a mi casa, frente a mí, frente a mi cara de estúpida y frente a mi risa nerviosa.
Nunca me atreví a presentarme con él. Nunca me atreví a cerrarle el ojo. De hecho, no podía atreverme a nada. El pánico me lo impedía. Yo era re chundita (¿eras, mi reina?). Total que un año escolar pasamos así. Él sonreía siempre. Yo... me mordía el rebozo.
Al siguiente año, Megumi se salió de la escuela, así que ya no me llevaba su papá. Me llevaba el mío, que siempre ha sido súper puntual y madrugador, así que nunca volví a esperar en la banquita y no volví a cruzar miradas con El Chueco, hasta el tiempo en que me reconcilié con Ivonne, quien me lo presentó. Incluso estrechamos manos y besamos el aire en dirección a nuestras respectivas mejillas, pero nada pasó de ahí (obvio, mi mejilla rooooooja roooooja de vergüenza).
No quiero hacerles el relato más largo, pero sí.
El otro día, venía caminando yo del metro hacia mi casa, cuando a lo lejos, descubrí una figura algo familiar. No, la verdad es que no era familiar. Mientras yo escrutinaba a esa persona, nos íbamos acercando más y más, pues íbamos caminando frente a frente, en sentidos contrarios. Cuando estuvo a unos cinco metros reconocí a la figura melenuda, enana y ligeramente obesa.
Una versión decadente y triste de El Chueco me miraba. Sus ojos ya no eran chispeantes lagos negros. Su cabellera de Brandon Walsh ahora era una mata descuidada de pelo cenizo y con orzuela. Sus otrora orgullosos y erguidos hombres, se dejaban llevar por el peso de los brazos. Su altura era la misma que en 1994, ¡WTF! ¿Pero saben qué era lo peor de todo esto, chicos y chicas? El Chueco seguía llevando los mismos pantalones de gimnasio, de esos que estaban tan "en onda" en los noventas.
Bueno, a lo mejor no eran los mismos, pero todos se parecen en lo pinches feos.
En esta ocasión, El Chueco no sonrió. Carajo, ni siquiera me miró. Él tal vez no sabía que yo lo miraba desde muchos metros antes, pero yo sí supe que él no me miró a mí, porque detrás de mis lentes de Rigo Tovar, mis ojos que todo lo ven están bien escondidos. Y hasta el momento que estuvimos frente a frente, él no levantó la mirada del suelo.
Oh my dog... qué triste.
Seré sincera, no entiendo cómo trabaja el paso del tiempo, porque yo estoy mucho mejor que hace 15 años. La juventud ñañangas, antes no sabía lo que era el rimel... casi casi no sabía lo que era un espejo o un cepillo. Y si bien era una niña bastante curiosita y con chispa, nunca fui un bombón que atraía a los niños incluso sin intentarlo. Fooota, ni intentándolo. Y miren que tuve novio desde entonces, pero ¡ah pa' andrajito que andaba yo arrastrando!
Pero pa' qué más que la verdad, hoy en día no le diría que sí al Chueco. Si me sonriera, le devolvería la sonrisa por mera cortesía, pero es triste ver que hasta la sonrisa perdió. ¿Qué habrá pasado en su vida para que perdiera ese maravilloso brillo de antaño? ¿O era yo la que lo veía con otros ojos y realmente nunca fue la gran cosa?
Pero esa es harina de otro costal. El punto es que es triste ver que conforme pasan los años, unos nos arreglamos y otros... se caen de su pedestal.
Por ese tiempo, justo terminando ese año escolar, comencé a "salir" con Pitoloco Babastibias, como llamaba mi papá a mi primer galán en forma en el vecindario. Él es otro caso de "el tiempo corre en putiza y te pisotea a su paso", que compartiré con ustedes en otra ocasión.
Nomás me recuerdan, porque últimamente ando muy olvidadiza de este blog. Disculpe usted.